¿Adorar aquella montaña? Sí, uno podía hacerlo con total impunidad porque la montaña nunca respondería. El viento aullante que le helaba la piel era la voz de nada y de nadie. Y esta grandiosidad accidental e indiferente le provocó deseos de llorar.¡Ah!, ¿qué debían ser las voces colectivas de la tierra, cuyos poderes habían aumentado, inevitablemente, desde la aurora de tiempos inmemoriales?
¿Tenían el poder, mientras permanecían sentados inmóviles, de cerrarse al flujo o de seleccionar de tiempo en tiempo las voces que querían oír? Quizás eran tan pasivos a este respecto como en cualquier otro; quizás eran los irrefrenables clamores lo que los mantenía fijos; quizás eran incapaces de razonar mientras oían los inextinguibles gritos mortales del mundo entero.
Levantó la vista hacia el gran pico escarpado que se alzaba ante ella. Debía continuar. Se embozó más con la ropa que le cubría el rostro. Y echó a andar de nuevo.Y, cuando la senda la llevó a un pequeño promontorio, distinguió al fin su destino. Al otro lado de un inmenso glaciar, al borde de un precipicio insondable. Tenía que levantar los brazos, desafiar las leyes de la naturaleza y su propia razón, levantarse por encima del abismo que la separaba, y descender suavemente sólo cuando hubiera llegado al otro lado de la garganta helada. Ningún otro poder de los que poseía la hacía sentir tan insignificante, tan inhumana, tan lejos del ordinario ser terrestre que había sido una vez. Y así, levantó despacio sus brazos, con consciente elegancia. Cerró los ojos un momento mientras se imprimía el impulso hacia arriba y sintió que su cuerpo se elevaba de inmediato, como si careciera de peso, como con una fuerza desencadenada (aparentemente) por la propia sustancia; y con misteriosa determinación,cabalgó el mismo viento.
Durante un largo rato dejó que las ráfagas la abofetearan; dejó que su cuerpo serpenteara, errara. Subió arriba y más arriba, se permitió desviar por completo la vista de la tierra, y las nubes pasaron volando junto a ella mientras miraba las estrellas. ¡Qué pesados notaba sus atavíos! ¿No estaría a punto de volverse invisible? «Una mota de polvo ante los ojos de Dios»
Y, como siempre ocurría en tales momentos, el pasado humano apenas resplandeciente, al que se aferraba, parecía, más que nunca, una leyenda que había que apreciar cuando las creencias prácticas se desvanecían. «Que pueda vivir, que pueda amar, que mi carne sea cálida.»
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