domingo, 22 de marzo de 2015

" EL CUARTO ROJO "


«Menos mal que he corrido las cortinas», pensaba yo. Y deseaba con todo fervor que no descubriera mi es­condite, no lo hubiera encontrado probable­mente, ya que su sagacidad no era mucha.

-¿Qué hacías detrás de la cortina? 
-Leer.
-A ver el libro.
Lo cogí de la ventana y se lo entregué.
Tú no tienes por qué andar con nuestros libros. Eres inferior a nosotros. Tú no tienes di­nero, tu padre no te ha dejado nada y no tienes derecho a vivir con hijos de personas distinguidas como nosotros, ni a comer como nosotros, ni a vestir como nosotros.
No contesté a estas palabras. No eran nuevas para mí: las estaba oyendo desde que tenía uso de razón. Y sona­ban en mis oídos como un estribillo, muy desagradable sí, pero sólo comprensible a medias
El cuarto rojo no solía usarse nunca, a menos que hubiese una extraordinaria afluencia de invitados. Era, sin embargo, uno de los mayores y más majestuosos aposentos de la casa.
Pasé ante el espejo.... Involuntariamente mis ojos fascinados dirigieron una mirada al cristal. Todo parecía en el espejo más frío y más sombrío de lo que era en realidad, y la extraña figurita que, en el rostro lívido y los ojos brillantes de miedo, aparecía en el cris­tal se me figuraba un espíritu, uno de aquellos seres, entre hadas y duendes,que en las historias se aparecían a los viajeros solitarios.
Comenzaba a acosarme a la superstición. Pero no me dominaba del todo: aún quedaban en mi alma rastros de la energía que me infundiera mi rebeldía reciente

Yo no hacía nada malo, procuraba cumplir todos mis deberes y, sin embargo, se me consi­deraba fastidioso y travieso y se me reñía siempre, de la mañana a la tarde y de la tarde a la mañana, aunque retorciese el cuello a los pichones, matase las crías de los pavos reales, maltratase a los perros, cogiese las uvas de las parras y arrancase los retoños de las plantas más delicadas del invernadero.

«Es muy injusto», decía mi razón, estimulada por una precoz, aunque transitoria energía. Y en mi interior se forjaba la resolución de librarme de aquella situación de tiranía intolerable, o bien huyendo de la casa o, si eso no era posible, negándome a comer y a beber para concluir, muriendo, con tanta tortura.
Durante aquella inolvidable tarde la consternación reinaba en mi alma, un caos mental en mi cerebro y una rebeldía violenta en mi corazón. Mis pensamientos y mis sentimientos se debatían en torno a una pregunta que no lograba contestar: «¿Por qué he de sufrir así? ¿Por qué me tratan de este modo?

No lo comprendí claramente hasta pasados muchos años. Yo discordaba con el ambiente, yo no era como ninguno de los de alli. Me querían tan poco como yo a ellos. No sentían propensión alguna a simpatizar con un ser que ni en temperamento ni en inclinaciones se les asemejaba, con un ser que no les era útil ni agradable en nada. Si yo, al menos, hubiera sido una niña juguetona, guapa, ale­gre y atrayente, mi tía me hubiera soportado mejor, sus hijos me hubieran tratado con más cordialidad.

 


La luz del día comenzaba a disiparse en el cuarto rojo. Eran más de las cuatro y la tarde se convertía, rápida, en crepúsculo. Yo oía aullar el viento y batir la lluvia en las ventanas. Mi cuerpo estaba ya tan frío como una pie­dra y, no obstante, cada vez sentía un frío mayor. Todo mi valor de antes se esfumaba. Mi acostumbrada humi­llación, las dudas que albergaba sobre mi propio valor, la habitual depresión de mi ánimo, recuperaban su imperio de siempre a medida que mi cólera decaía. Todos decían que yo era muy malo, y acaso lo fuese... ¿No acababa de ocurrírseme la idea de dejarme morir? Eso era un pecado y, además, ¿me sentía en efecto dispuesto a la muerte?
 ¿Acaso las tumbas situadas bajo el pavimento de la iglesia eran un lugar atracti­vo?
Pensé que bien pudiera suceder que el espíritu de mi tío, indignado por los padecimientos que se infligían al hijo de su her­mana, surgiese, ya de la tumba de la iglesia, ya del mun­do desconocido en que moraba, y se presentase en aque­lla habitación para consolarme. Yo sospechaba que tal posibilidad, muy confortadora en teoría, debía ser terri­ble en la realidad
No obs­tante, ahora tenía en mis manos aquel libro, tan querido para mí, y mientras pasaba sus páginas y contemplaba sus maravillosos grabados, todo lo que hasta entonces me causaba siempre tan infinito placer, me resultaba hoy turbador y temeroso..







  
 



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