Me hallaba en la cima de la colina, bajo el claro de luna, e
intentaba no ver aquel paraíso. Intentaba imaginarme a los que amaba. ¿Estarían
reunidos aún en el bosque de cuento de hadas, en el bosque de árboles
monstruosos donde yo había visto rondar a mi madre? ¡Si pudiera ver sus caras,
oír sus voces!
¡Ayúdame! ¡Ayúdanos a todos! No me rindo, pero me doy cuenta
de que estoy perdiendo .Estoy perdiendo mi mente y mi alma. Mi corazón, ya no
lo tengo.
Pero estaban más allá de mi alcance; una gran extensión de
kilómetros nos separaba; no tenía el poder de salvar tal distancia. En lugar de ello,
contemplé aquellas colinas verdosas, salpicadas de pequeñas granjas, una imagen
del mundo de ilustración de libro, con flores creciendo en profusión, con las
rojas poinsettias elevadas como árboles. Y las nubes, siempre cambiantes,
zallando como altos veleros con viento en popa.
¿Qué pensaron los
europeos al ver por primera vez aquella tierra fecunda rodeada por el mar
centelleante?
Y pensar que los europeos habían llevado allí la muerte,
provocando la desaparición de los nativos en pocos años, destruidos por la
esclavitud, por las enfermedades y las crueldades sin fin. No queda ni un sólo
descendiente de sangre de aquellos seres pacíficos que habían respirado aquel
aire balsámico, que habían recogido los frutos de los árboles que maduraban todo
el año, y que quizá habían creído que sus visitantes eran dioses que no podrían
sino devolverles su amabilidad.
Ahora, a lo lejos, en las calles, tumultos y muerte se
desatan, y no por causa nuestra. La historia invariable de este lugar
sangriento, donde la violencia ha florecido durante años como florecen las flores; y eso a pesar
de que el espectáculo de las colinas surgiendo a través de la niebla podía
romper el corazón.
Pero nosotros habíamos llevado a cabo a la perfección
nuestro trabajo (ella, porque era la autora, y yo, porque no hice nada para
detenerla), nuestra tarea en los pequeños pueblos desparramados a lo largo de
la sinuosa carretera que conduce a esta cima boscosa. Pueblos de diminutas
casas pintadas de colores pastel y bananos silvestres.
Aún las mujeres cantaban, a la luz de las velas. Estábamos
solos. Mucho más allá del final de la estrecha carretera, donde el bosque crece
de nuevo, ocultando las ruinas de una antigua mansión que un tiempo había
presidido el valle como si de un castillo se tratara. Hacía siglos que los
colonos la habían abandonado, siglos que habían danzado, cantado y bebido su
propio vino en el interior de aquellas estancias (que ahora se desmoronaban)
mientras los esclavos lloraban.
La buganvilla, fluorescente bajo la luz del claro de luna,
trepaba por las paredes de ladrillo .Un gran árbol había brotado de entre las
baldosas del suelo, y ahora, cargado de capullos blancos, empujaba con sus
nudosas ramas los últimos restos de vigas que un tiempo habían sostenido el
tejado.
Ah, quedarse allí para siempre, y con ella. Y olvidar el
resto. Sin muerte, sin matanza.
Quizá quise creer que era una diosa; hasta que despertó.
Hasta que me habló .Hasta que sonrió. Otra vez estaba como ausente, se alejó,
lentamente, indecisa; salió a la terraza y miró hacia la playa. Qué manera más informal
de moverse
.¡ Los antiguos habían apoyado los codos en las balaustradas
del mismo modo!
No hay comentarios:
Publicar un comentario