Yo no conocía el idioma, pero comprendí la palabra
¡Osas venir a mi templo!
Y otra vez el idioma se me escapó, pero el significado me quedó por
telepatía. Has descarriado a estos desesperados inocentes; tú, quien se ha
cebado con sus vidas como una sanguijuela a punto de reventar.
¿Qué derecho tienes a condenar mi culto?
¿qué derecho tienes, tú, que has permanecido sentada y
callada en tu trono desde la aurora de los tiempos?
—Los tiempos no empezaron contigo. Yo ya era vieja cuando tú
naciste. Y ahora me he levantado para reinar, tal como era mi destino. Eres mi primer y gran mártir.
Temblé. Me hice temblar. ¡Tenía que comprender aquel
hechizo! Era un truco del poder, algo definible y mensurable, pero permanecía
drogado por la contemplación de ella, por los himnos, por el suave
envolvimiento de aquella sensación: todo está bien, todo es como debería ser.
Desde los recovecos soleados de mi mente, me vino a la
memoria un día (un día como muchos otros antes ) un día del mes de mayo, en
nuestro pueblo, el día en que habíamos coronado una estatua de la Virgen entre
los campos de flores de suave fragancia, en que habíamos cantado exquisitos himnos. Ah, el encanto de
aquel momento, cuando habían levantado la corona de azucenas blancas a la
cabeza de la Virgen, cubierta con un velo. Por la noche había regresado a casa
cantando aquellos himnos. En un viejo libro de plegarias encontré una imagen de
la Virgen, y me llenó de encanto y de maravilloso fervor religioso, como el que
sentía ahora, desde algún lugar en lo más profundo de mí, donde el sol no había
penetrado nunca.
El viento arreciaba con violencia a lo largo del valle;
arriba, en la montaña ,la campana del templo taño con otro repique apagado.
Había empezado a nevar, al principio con suavidad, después
intensamente, la sensación de bienestar se había disipado, y todos los aspectos
crudos del momento estaban de nuevo claros, eran ineludibles. Innegables demostraciones de poder, trastornador
, sobrecogedor.
Luego un dulce y leve sonido rompió el silencio; cosas que
se hacían añicos arriba en el templo; cosas cayendo, rompiéndose.
Me volví y la miré. Continuaba en el pequeño promontorio,
con la capa suelta en sus hombros, su piel tan blanca como la nieve que caía.
El campanario se estremeció; un estruendo estrepitoso hizo
eco en los desfiladeros más alejados; y las piedras se derrumbaron, el campanario se
desmoronó. Cayó hacia el valle, y la campana, con un repique final, desapareció
en el blando abismo blanco.
Yo era consciente de que mi cuerpo no tenía frío a pesar de
la nieve. Que no estaba cansado por el esfuerzo. Ciertamente mi piel estaba más
blanca que nunca. Y mis pulmones tomaban el aire con tanta eficacia que no podía oír
siquiera mi propia respiración; incluso mi corazón marchaba con más suavidad,
con más regularidad. Sólo mi alma estaba magullada y dolorida.
Sentí sus manos en mis hombros.
De súbito eché a temblar de miedo. Temblaba. Por primera vez
supe lo que significaba de verdad aquella palabra. Intenté decir algo más, pero
tan sólo tartamudeé. Finalmente exploté: respondió, con su leve sonrisa, tan
hermosa como siempre. ¡Yo soy la razón, yo soy la justificación, yo soy el bien
!
Su voz tuvo una frialdad colérica, pero su expresión vacía y
dulce no había cambiado Ahora escúchame, hermoso mío —prosiguió—. Yo te quiero.
Me has despertado de mi largo letargo ,me has despertado para mi gran objetivo;
me produce alegría simplemente mirarte, ver la luz en tus ojos azules, escuchar
el timbre de tu voz. Pero pongo a las
estrellas por testigo que tú me vas a ayudar en esta misión. ¡Enviar a esas almas ignorantes a predicar
por el mundo mentiras delirantes!
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