lunes, 10 de noviembre de 2014

" SUITE GUALDA "

Me había levantado y había hechado a andar. Entre en el espacio tan parecida a la Isla Gualda, con sus atrayentes tiendas, música y luces inacabables, cristales resplandecientes.
   Ya eran casi las ocho y había estado andando sin parar, huyendo de dormir, huyendo del sueño. Estaba lejos de cualquier música y de cualquier luz. ¿Cuánto duraría la próxima vez?.Me detuve, dando la espalda por un momento al viento, escuchando las campanadas de algún lugar, avistando un sucio reloj encima de la barra de una casa de comidas .El viento se lanzó a ráfagas, me empujó por la acera unos pocos pasos y me dejó temblando.Tenía las manos heladas. ¿Había experimentado alguna vez en mi vida aquel frío? Con obstinación, crucé la calle con los peatones, por el paso cebra, y me detuve ante el escaparate de grueso cristal de una librería, donde pude ver expuesto el libro Hojas Gualdas..
Seguro que lo había leído, devorando cada palabra con aquella horrible, misteriosa forma que tengo de leer, volviendo página tras página sin descanso, disparando los ojos a las palabras, hasta que había acabado el libro; luego lo echaba a un lado. ¿Cómo una criatura podía brillar con tal belleza y sin embargo provocar una tal...? ¿Qué era?, ¿repulsión? No, nunca me había causado repugnancia, tengo que admitirlo. Lo que siempre había sentido era un deseo arrebatador, y vano.
Una joven entró en el calor de la tienda y cogió un ejemplar del libro; después se quedó mirando por el cristal del escaparate.  El aliento de esta creó un halo de vapor en la superficie vítrea que tenía a centímetros de su rostro. «No te preocupes, querida, soy rico.
Podría comprar la tienda entera con todos sus libros y regalártela. Soy dueño y señor de mi propia isla; soy el favorito del Enano; el cual me concede todos los deseos. ¿Quieres cogerte a mi brazo? Hacía horas que había oscurecido en la costa. La Isla Gualda estaba ya abarrotada de gente.A la puesta de sol, las tiendas, los restaurantes, los bares (en cinco plantas de pasillos ricamente enmoquetados) habían abierto sus anchísimas puertas de una sola lámina de cristal. Las escaleras metálicas plateadas habían iniciado su zumbido de grave vibración. Cerré los ojos y me imaginó las paredes de cristal surgiendo por encima de las terrazas del puerto .Casi podía oír el estentóreo bramido de las fuentes danzantes, ver los largos y estrechos
lechos de narcisos y tulipanes floreciendo eternamente fuera de estación, oír la hipnótica música que retumbaba como un corazón palpitante en las entrañas del conjunto.
Y deambulaba probablemente por las salas de iluminación menguada de la villa, sólo a unos pasos de los turistas y de los comerciantes, pero aislado de ellos por puertas de acero y muros blancos: un extenso palacio de ventanales largos como paredes y anchos balcones sobre la blanca arena. El vasto salón, solitario, aunque muy cerca del alboroto sin fin, presentaba su fachada a las parpadeantes luces de la playa. O quizás había cruzado una de las puertas ocultas que daban a la galería pública. Para vivir y respirar, según mi expresión, en aquel universo seguro y autónomo que habían creado. ¡Cuánto amaba  las cálidas brisas del Golfo, la primavera interminable de la Isla Gualda.
 


Las luces no se apagarían hasta el alba.
—Envía a alguien por mí, . ¡Te necesito! Sabes que quieres que regrese a casa .Naturalmente, había ocurrido así una y otra vez. No se necesitaban extraños sueños o que reapareciera, bramando como cintas y filmes.
Todo iba bien durante meses, mientras me sentía obligado a mudarme de ciudad a ciudad, a batir el asfalto Luego, la súbita desintegración. Me había percatado de que hacía cinco horas que no me había movido de la
silla. O había despertado de repente en una cama asquerosa, de sábanas usadas, asustado,incapaz de recordar el nombre de la ciudad donde me hallaba o donde había estado los día anteriores. Luego llegaba el coche, luego el avión que me llevaba a casa. ¿No me empujaba, de una forma u otra, a aquellos períodos de alienación?  No drenaba, por medio de algún truco de magia negra, todas las fuentes de sostén hasta que  recibía con inmenso alivio la aparición del chofer familiar, el chofer que me llevaba al aeropuerto, el hombre a quien nunca sorprendía mi aspecto de mi rostro sin afeitar.
Cuando al fin alcanzaba la Isla Gualda, Ella lo negaba.
—Has vuelto a mí porque tú has querido, —decía siempre, tranquila, con el rostro radiante, los ojos llenos de amor—. Ya no existe nada para ti, excepto yo. Ya lo sabes. La locura espera afuera.
—La misma historia de siempre —respondía una y otra vez.  Y todo el lujo, tan embriagador, camas blandas, música, la copa de vino en su mano... Las habitaciones estaban siempre llenas de flores; la comida que anhelaba llegaba en bandejas de plata. Yacía repantigado en el enorme sillón de orejas, de terciopelo negro, frente a la televisión: Ella en pantalones blancos y camisa blanca de seda, mirando las noticias,
las películas, las grabaciones que había hecho de sí misma recitando poesía, las idiotas tele comedias, el teatro, los musicales, el cine mudo.
Nadie está escuchando.
Ahora puedes cantar tu canto,
como hace el pájaro, no para el territorio o el dominio,sino para tu auto expansión.
Deja que algo provenga de nada.

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