Durante días y meses marchó la caravana por las llanuras solitarias, sin encontrar por su camino un ser viviente en aquellas inmensidades monótonas cual el mar encalmado. Y de esta suerte continuó el viaje en medio del silencio infinito, hasta que un día advirtieron en lontananza como una nube brillante a ras del horizonte, hacia la que se dirigieron. Y observaron que era un edificio con altas murallas, y sostenido por cuatro filas de columnas que tenían cuatro mil pasos de circunferencia. La cúpula de aquel palacio era de oro, y servía de albergue a millares y millares de cuervos, únicos habitantes que bajo el cielo se veían allá. En la gran montaña donde abríase la puerta principal, aparecía una placa inmensa de metal dorado la cual dejaba leer estas estás palabras:
¡En el
nombre del Eterno!
¡En el
nombre del Dueño de la fuerza y del poder!
¡Aprende,
viajero que pasas por aquí, a no enorgullecerte de las apariencias, porque su
resplandor es engañoso!
¡Aprende
con mi ejemplo a no dejarte deslumbrar por ilusiones que te precipitarían en el
abismo!
¡Poseía
inmensos tesoros, y bajo mi dominio se abatían los pueblos..
¡Y creía
eterno mi poderío, y afirmada por los siglos la duración de mi vida, cuando de
pronto se hizo oír la voz que me anunciaba los irrevocables decretos del que no
muere!
¡Entonces
reflexioné acerca de mi destino!
¡Congregué
a mis jinetes y a mis hombres de a pie, que eran millares….
Y en
presencia de todos ellos que se mantuvieron con los ojos bajos, y guardaron
silencio!
¡Si os
es desconocido el camino movedme sobre
mi pedestal con la fuerza de vuestros brazos ¡
¡Todos
pasaron ya! Y apenas tuvieron tiempo para descansar a la sombra de mis torres.
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